CARTA
DEL PAPA JUAN PABLO II A LAS MUJERES
A
vosotras, mujeres del mundo entero,
os doy
mi más cordial saludo:
1. A cada una de vosotras dirijo esta
carta con objeto de compartir y manifestar gratitud, en la proximidad de la IV
Conferencia Mundial sobre la Mujer, que tendrá lugar en Pekín el próximo mes de
septiembre.
Ante
todo deseo expresar mi vivo reconocimiento a la Organización de las Naciones
Unidas, que ha promovido tan importante iniciativa. La Iglesia quiere ofrecer
también su contribución en defensa de la dignidad, papel y derechos de las
mujeres, no sólo a través de la aportación específica de la Delegación oficial
de la Santa Sede a los trabajos de Pekín, sino también hablando directamente al
corazón y a la mente de todas las mujeres. Recientemente, con ocasión de la
visita que la Señora Gertrudis Mongella, Secretaria General de la Conferencia,
me ha hecho precisamente con vistas a este importante encuentro, le he entregado
un Mensaje en el que se recogen algunos puntos fundamentales de la enseñanza de
la Iglesia al respecto. Es un mensaje que, más allá de la circunstancia
específica que lo ha inspirado, se abre a la perspectiva más general de la
realidad y de los problemas de las mujeres en su conjunto, poniéndose al
servicio de su causa en la Iglesia y en el mundo contemporáneo. Por lo cual he
dispuesto que se enviara a todas las Conferencias Episcopales, para asegurar su
máxima difusión.
Refiriéndome
a lo expuesto en dicho documento, quiero ahora dirigirme directamente a cada
mujer, para reflexionar con ella sobre sus problemas y las perspectivas de la
condición femenina en nuestro tiempo, deteniéndome en particular sobre el tema
esencial de la dignidad y de los derechos de las mujeres, considerados a la luz
de la Palabra de Dios.
El punto
de partida de este diálogo ideal no es otro que dar gracias. « La Iglesia
—escribía en la Carta apostólica Mulieris dignitatem— desea dar gracias a la
Santísima Trinidad por el “misterio de la mujer” y por cada mujer, por lo que
constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las “maravillas de
Dio”, que en la historia de la humanidad se han realizado en ella y por ella »
(n. 31).
2.
Dar gracias al Señor por su designio sobre la vocación y la misión de la
mujer en el mundo se convierte en un agradecimiento concreto y directo a las
mujeres, a cada mujer, por lo que representan en la vida de la
humanidad.
Te doy
gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y
los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios
para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de
su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la
vida.
Te doy
gracias, mujer-esposa, que unes irrevocablemente tu destino al de un hombre,
mediante una relación de recíproca entrega, al servicio de la comunión y de la
vida.
Te doy
gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que aportas al núcleo familiar y también al
conjunto de la vida social las riquezas de tu sensibilidad, intuición,
generosidad y constancia.
Te doy
gracias, mujer-trabajadora, que participas en todos los ámbitos de la vida
social, económica, cultural, artística y política, mediante la indispensable
aportación que das a la elaboración de una cultura capaz de conciliar razón y
sentimiento, a una concepción de la vida siempre abierta al sentido del «
misterio », a la edificación de estructuras económicas y políticas más ricas de
humanidad.
Te doy
gracias, mujer-consagrada, que a ejemplo de la más grande de las mujeres, la
Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con docilidad y fidelidad al amor de
Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la humanidad a vivir para Dios una
respuesta « esponsal », que expresa maravillosamente la comunión que El quiere
establecer con su criatura.
Te doy
gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia de tu
femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad
de las relaciones humanas.
3.
Pero dar gracias no basta, lo sé. Por desgracia somos herederos de una
historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar,
han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en
sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud.
Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad
entera de auténticas riquezas espirituales. No sería ciertamente fácil señalar
responsabilidades precisas, considerando la fuerza de las sedimentaciones
culturales que, a lo largo de los siglos, han plasmado mentalidades e
instituciones. Pero si en esto no han faltado, especialmente en determinados
contextos históricos, responsabilidades objetivas incluso en no pocos hijos de
la Iglesia, lo siento sinceramente. Que este sentimiento se convierta para toda
la Iglesia en un compromiso de renovada fidelidad a la inspiración evangélica,
que precisamente sobre el tema de la liberación de la mujer de toda forma de
abuso y de dominio tiene un mensaje de perenne actualidad, el cual brota de la
actitud misma de Cristo. El, superando las normas vigentes en la cultura de su
tiempo, tuvo en relación con las mujeres una actitud de apertura, de respeto, de
acogida y de ternura. De este modo honraba en la mujer la dignidad que tiene
desde siempre, en el proyecto y en el amor de Dios. Mirando hacia El, al final
de este segundo milenio, resulta espontáneo preguntarse: ?qué parte de su
mensaje ha sido comprendido y llevado a término?
Ciertamente,
es la hora de mirar con la valentía de la memoria, y reconociendo sinceramente
las responsabilidades, la larga historia de la humanidad, a la que las mujeres
han contribuido no menos que los hombres, y la mayor parte de las veces en
condiciones bastante más adversas. Pienso, en particular, en las mujeres que han
amado la cultura y el arte, y se han dedicado a ello partiendo con desventaja,
excluidas a menudo de una educación igual, expuestas a la infravaloración, al
desconocimiento e incluso al despojo de su aportación intelectual. Por
desgracia, de la múltiple actividad de las mujeres en la historia ha quedado muy
poco que se pueda recuperar con los instrumentos de la historiografía
científica. Por suerte, aunque el tiempo haya enterrado sus huellas
documentales, sin embargo se percibe su influjo benéfico en la linfa vital que
conforma el ser de las generaciones que se han sucedido hasta nosotros. Respecto
a esta grande e inmensa « tradición » femenina, la humanidad tiene una deuda
incalculable. ¡Cuántas mujeres han sido y son todavía más tenidas en cuenta por
su aspecto físico que por su competencia, profesionalidad, capacidad
intelectual, riqueza de su sensibilidad y en definitiva por la dignidad misma de
su ser!
4.
Y qué decir también de los obstáculos que, en tantas partes del mundo,
impiden aún a las mujeres su plena inserción en la vida social, política y
económica? Baste pensar en cómo a menudo es penalizado, más que gratificado, el
don de la maternidad, al que la humanidad debe también su misma supervivencia.
Ciertamente, aún queda mucho por hacer para que el ser mujer y madre no comporte
una discriminación. Es urgente alcanzar en todas partes la efectiva igualdad de
los derechos de la persona y por tanto igualdad de salario respecto a igualdad
de trabajo, tutela de la trabajadora-madre, justas promociones en la carrera,
igualdad de los esposos en el derecho de familia, reconocimiento de todo lo que
va unido a los derechos y deberes del ciudadano en un régimen
democrático.
Se trata
de un acto de justicia, pero también de una necesidad. Los graves problemas
sobre la mesa, en la política del futuro, verán a la mujer comprometida cada vez
más: tiempo libre, calidad de la vida, migraciones, servicios sociales,
eutanasia, droga, sanidad y asistencia, ecología, etc. Para todos estos campos
será preciosa una mayor presencia social de la mujer, porque contribuirá a
manifestar las contradicciones de una sociedad organizada sobre puros criterios
de eficiencia y productividad, y obligará a replantear los sistemas en favor de
los procesos de humanización que configuran la « civilización del amor
».
5.
Mirando también uno de los aspectos más delicados de la situación
femenina en el mundo, cómo no recordar la larga y humillante historia —a menudo
« subterránea »—de abusos cometidos contra las mujeres en el campo de la
sexualidad? A las puertas del tercer milenio no podemos permanecer impasibles y
resignados ante este fenómeno. Es hora de condenar con determinación, empleando
los medios legislativos apropiados de defensa, las formas de violencia sexual
que con frecuencia tienen por objeto a las mujeres. En nombre del respeto de la
persona no podemos además no denunciar la difundida cultura hedonística y
comercial que promueve la explotación sistemática de la sexualidad, induciendo a
chicas incluso de muy joven edad a caer en los ambientes de la corrupción y
hacer un uso mercenario de su cuerpo.
Ante
estas perversiones, cuánto reconocimiento merecen en cambio las mujeres que, con
amor heroico por su criatura, llevan a término un embarazo derivado de la
injusticia de relaciones sexuales impuestas con la fuerza; y esto no sólo en el
conjunto de las atrocidades que por desgracia tienen lugar en contextos de
guerra todavía tan frecuentes en el mundo, sino también en situaciones de
bienestar y de paz, viciadas a menudo por una cultura de permisivismo
hedonístico, en que prosperan también más fácilmente tendencias de machismo
agresivo. En semejantes condiciones, la opción del aborto, que es siempre un
pecado grave, antes de ser una responsabilidad de las mujeres, es un crimen
imputable al hombre y a la complicidad del ambiente que lo
rodea.
6.
Mi « gratitud » a las mujeres se convierte pues en una llamada
apremiante, a fin de que por parte de todos, y en particular por parte de los
Estados y de las instituciones internacionales, se haga lo necesario para
devolver a las mujeres el pleno respeto de su dignidad y de su papel. A este
propósito expreso mi admiración hacia las mujeres de buena voluntad que se han
dedicado a defender la dignidad de su condición femenina mediante la conquista
de fundamentales derechos sociales, económicos y políticos, y han tomado esta
valiente iniciativa en tiempos en que este compromiso suyo era considerado un
acto de transgresión, un signo de falta de femineidad, una manifestación de
exhibicionismo, y tal vez un pecado.
Como
expuse en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año, mirando este
gran proceso de liberación de la mujer, se puede decir que « ha sido un camino
difícil y complicado y, alguna vez, no exento de errores, aunque sustancialmente
positivo, incluso estando todavía incompleto por tantos obstáculos que, en
varias partes del mundo, se interponen a que la mujer sea reconocida, respetada
y valorada en su peculiar dignidad » (n. 4).
¡Es
necesario continuar en este camino! Sin embargo estoy convencido de que el
secreto para recorrer libremente el camino del pleno respeto de la identidad
femenina no está solamente en la denuncia, aunque necesaria, de las
discriminaciones y de las injusticias, sino también y sobre todo en un eficaz e
ilustrado proyecto de promoción, que contemple todos los ámbitos de la vida
femenina, a partir de una renovada y universal toma de conciencia de la dignidad
de la mujer. A su reconocimiento, no obstante los múltiples condicionamientos
históricos, nos lleva la razón misma, que siente la Ley de Dios inscrita en el
corazón de cada hombre. Pero es sobre todo la Palabra de Dios la que nos permite
descubrir con claridad el radical fundamento antropológico de la dignidad de la
mujer, indicándonoslo en el designio de Dios sobre la
humanidad.
7.
Permitidme pues, queridas hermanas, que medite de nuevo con vosotras
sobre la maravillosa página bíblica que presenta la creación del ser humano, y
que dice tanto sobre vuestra dignidad y misión en el
mundo.
El Libro
del Génesis habla de la creación de modo sintético y con lenguaje poético y
simbólico, pero profundamente verdadero: « Creó, pues, Dios al ser humano a
imagen suya, a imagen de Dios le creó: varón y mujer los creó » (Gn 1, 27). La
acción creadora de Dios se desarrolla según un proyecto preciso. Ante todo, se
dice que el ser humano es creado « a imagen y semejanza de Dios » (cf. Gn 1,
26), expresión que aclara en seguida el carácter peculiar del ser humano en el
conjunto de la obra de la creación.
Se dice
además que el ser humano, desde el principio, es creado como « varón y mujer »
(Gn 1, 27). La Escritura misma da la interpretación de este dato: el hombre, aun
encontrándose rodeado de las innumerables criaturas del mundo visible, ve que
está solo (cf. Gn 2, 20). Dios interviene para hacerlo salir de tal situación de
soledad:
« No es
bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada » (Gn 2, 18). En
la creación de la mujer está inscrito, pues, desde el inicio el principio de la
ayuda: ayuda —mírese bien— no unilateral, sino recíproca. La mujer es el
complemento del hombre, como el hombre es el complemento de la mujer: mujer y
hombre son entre sí complementarios. La femineidad realiza lo « humano » tanto
como la masculinidad, pero con una modulación diversa y
complementaria.
Cuando
el Génesis habla de « ayuda », no se refiere solamente al ámbito del obrar, sino
también al del ser. Femineidad y masculinidad son entre sí complementarias no
sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino ontológico. Sólo gracias a
la dualidad de lo « masculino » y de lo « femenino » lo « humano » se realiza
plenamente.
8.
Después de crear al ser humano varón y mujer, Dios dice a ambos: « Llenad
la tierra y sometedla » (Gn 1, 28). No les da sólo el poder de procrear para
perpetuar en el tiempo el género humano, sino que les entrega también la tierra
como tarea, comprometiéndolos a administrar sus recursos con responsabilidad. El
ser humano, ser racional y libre, está llamado a transformar la faz de la
tierra. En este encargo, que esencialmente es obra de cultura, tanto el hombre
como la mujer tienen desde el principio igual responsabilidad. En su
reciprocidad esponsal y fecunda, en su común tarea de dominar y someter la
tierra, la mujer y el hombre no reflejan una igualdad estática y uniforme, y ni
siquiera una diferencia abismal e inexorablemente conflictiva: su relación más
natural, de acuerdo con el designio de Dios, es la « unidad de los dos », o sea
una « unidualidad » relacional, que permite a cada uno sentir la relación
interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y
responsabilizante.
A esta «
unidad de los dos » confía Dios no sólo la obra de la procreación y la vida de
la familia, sino la construcción misma de la historia. Si durante el Año
internacional de la Familia, celebrado en 1994, se puso la atención sobre la
mujer como madre, la Conferencia de Pekín es la ocasión propicia para una nueva
toma de conciencia de la múltiple aportación que la mujer ofrece a la vida de
todas las sociedades y naciones. Es una aportación, ante todo, de naturaleza
espiritual y cultural, pero también socio-política y económica. ¡Es mucho
verdaderamente lo que deben a la aportación de la mujer los diversos sectores de
la sociedad, los Estados, las culturas nacionales y, en definitiva, el progreso
de todo el genero humano!
9.
Normalmente el progreso se valora según categorías científicas y
técnicas, y también desde este punto de vista no falta la aportación de la
mujer. Sin embargo, no es ésta la única dimensión del progreso, es más, ni
siquiera es la principal. Más importante es la dimensión ética y social, que
afecta a las relaciones humanas y a los valores del espíritu: en esta dimensión,
desarrollada a menudo sin clamor, a partir de las relaciones cotidianas entre
las personas, especialmente dentro de la familia, la sociedad es en gran parte
deudora precisamente al « genio de la mujer ».
A este
respecto, quiero manifestar una particular gratitud a las mujeres comprometidas
en los más diversos sectores de la actividad educativa, fuera de la familia:
asilos, escuelas, universidades, instituciones asistenciales, parroquias,
asociaciones y movimientos. Donde se da la exigencia de un trabajo formativo se
puede constatar la inmensa disponibilidad de las mujeres a dedicarse a las
relaciones humanas, especialmente en favor de los más débiles e indefensos. En
este cometido manifiestan una forma de maternidad afectiva, cultural y
espiritual, de un valor verdaderamente inestimable, por la influencia que tiene
en el desarrollo de la persona y en el futuro de la sociedad. ?Cómo no recordar
aquí el testimonio de tantas mujeres católicas y de tantas Congregaciones
religiosas femeninas que, en los diversos continentes, han hecho de la
educación, especialmente de los niños y de las niñas, su principal servicio?
Cómo no mirar con gratitud a todas las mujeres que han trabajado y siguen
trabajando en el campo de la salud, no sólo en el ámbito de las instituciones
sanitarias mejor organizadas, sino a menudo en circunstancias muy precarias, en
los Países más pobres del mundo, dando un testimonio de disponibilidad que a
veces roza el martirio?
10. Deseo pues,
queridas hermanas, que se reflexione con mucha atención sobre el tema del «
genio de la mujer », no sólo para reconocer los caracteres que en el mismo hay
de un preciso proyecto de Dios que ha de ser acogido y respetado, sino también
para darle un mayor espacio en el conjunto de la vida social así como en la
eclesial. Precisamente sobre este tema, ya tratado con ocasión del Año Mariano,
tuve oportunidad de ocuparme ampliamente en la citada Carta apostólica Mulieris
dignitatem, publicada en 1988. Este año, además, con ocasión del Jueves Santo, a
la tradicional Carta que envío a los sacerdotes he querido agregar idealmente la
Mulieris dignitatem, invitándoles a reflexionar sobre el significativo papel que
la mujer tiene en sus vidas como madre, como hermana y como colaboradora en las
obras apostólicas. Es ésta otra
dimensión, —diversa de la conyugal, pero asimismo importante— de aquella « ayuda
» que la mujer, según el Génesis, está llamada a ofrecer al
hombre.
La
Iglesia ve en María la máxima expresión del « genio femenino » y encuentra en
Ella una fuente de continua inspiración. María se ha autodefinido « esclava del
Señor » (Lc 1, 38). Por su obediencia a la Palabra de Dios Ella ha acogido su
vocación privilegiada, nada fácil, de esposa y de madre en la familia de
Nazaret. Poniéndose al servicio de
Dios, ha estado también al servicio de los hombres: un servicio de amor.
Precisamente este servicio le ha permitido realizar en su vida la experiencia de
un misterioso, pero auténtico « reinar ». No es por casualidad que se la invoca
como « Reina del cielo y de la tierra ». Con este título la invoca toda la
comunidad de los creyentes, la invocan como « Reina » muchos pueblos y
naciones. ¡Su « reinar » es servir!
¡Su servir es « reinar »!
De este
modo debería entenderse la autoridad, tanto en la familia como en la sociedad y
en la Iglesia. El « reinar » es la revelación de la vocación fundamental del ser
humano, creado a « imagen » de Aquel que es el Señor del cielo y de la tierra,
llamado a ser en Cristo su hijo adoptivo. El hombre es la única criatura sobre
la tierra que « Dios ha amado por sí misma », como enseña el Concilio Vaticano
II, el cual añade significativamente que el hombre « no puede encontrarse
plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo » (Gaudium et spes,
24).
En esto
consiste el « reinar » materno de María. Siendo, con todo su ser, un don para el
Hijo, es un don también para los hijos e hijas de todo el género humano,
suscitando profunda confianza en quien se dirige a Ella para ser guiado por los
difíciles caminos de la vida al propio y definitivo destino trascendente. A esta
meta final llega cada uno a través de las etapas de la propia vocación, una meta
que orienta el compromiso en el tiempo tanto del hombre como de la
mujer.
11. En este horizonte
de « servicio » —que, si se realiza con libertad, reciprocidad y amor, expresa
la verdadera « realeza » del ser humano— es posible acoger también, sin
desventajas para la mujer, una cierta diversidad de papeles, en la medida en que
tal diversidad no es fruto de imposición arbitraria, sino que mana del carácter
peculiar del ser masculino y femenino. Es un tema que tiene su aplicación
específica incluso dentro de la Iglesia. Si Cristo —con una elección libre y
soberana, atestiguada por el Evangelio y la constante tradición eclesial— ha
confiado solamente a los varones la tarea de ser «icono » de su rostro de «
pastor » y de « esposo » de la Iglesia a través del ejercicio del sacerdocio
ministerial, esto no quita nada al papel de la mujer, así como al de los demás
miembros de la Iglesia que no han recibido el orden sagrado, siendo por lo demás
todos igualmente dotados de la dignidad propia del « sacerdocio común »,
fundamentado en el Bautismo. En efecto, estas distinciones de papel no deben
interpretarse a la luz de los cánones de funcionamiento propios de las
sociedades humanas, sino con los criterios específicos de la economía
sacramental, o sea, la economía de « signos » elegidos libremente por Dios para
hacerse presente en medio de los hombres.
Por otra
parte, precisamente en la línea de esta economía de signos, incluso fuera del
ámbito sacramental, hay que tener en cuenta la « femineidad » vivida según el
modelo sublime de María. En efecto, en la « femineidad » de la mujer creyente, y
particularmente en el de la « consagrada », se da una especie de « profecía »
inmanente (cf. Mulieris dignitatem, 29), un simbolismo muy evocador, podría
decirse un fecundo « carácter de icono », que se realiza plenamente en María y
expresa muy bien el ser mismo de la Iglesia como comunidad consagrada totalmente
con corazón « virgen », para ser « esposa » de Cristo y « madre » de los
creyentes. En esta perspectiva de complementariedad « icónica » de los papeles
masculino y femenino se ponen mejor de relieve las dos dimensiones
imprescindibles de la Iglesia: el principio « mariano » y el «
apostólico-petrino » (cf. ibid., 27).
Por otra
parte —lo recordaba a los sacerdotes en la citada Carta del Jueves Santo de este
año— el sacerdocio ministerial, en el plan de Cristo « no es expresión de
dominio, sino de servicio » (n. 7). Es deber urgente de la Iglesia, en su
renovación diaria a la luz de la Palabra de Dios, evidenciar esto cada vez más,
tanto en el desarrollo del espíritu de comunión y en la atenta promoción de
todos los medios típicamente eclesiales de participación, como a través del
respeto y valoración de los innumerables carismas personales y comunitarios que
el Espíritu de Dios suscita para la edificación de la comunidad cristiana y el
servicio a los hombres.
En este
amplio ámbito de servicio, la historia de la Iglesia en estos dos milenios, a
pesar de tantos condicionamientos, ha conocido verdaderamente el « genio de la
mujer », habiendo visto surgir en su seno mujeres de gran talla que han dejado
amplia y beneficiosa huella de sí mismas en el tiempo. Pienso en la larga serie
de mártires, de santas, de místicas insignes. Pienso de modo especial en santa
Catalina de Siena y en santa Teresa de Jesús, a las que el Papa Pablo VI
concedió el título de Doctoras de la Iglesia. Y ?cómo no recordar además a
tantas mujeres que, movidas por la fe, han emprendido iniciativas de
extraordinaria importancia social especialmente al servicio de los más pobres?
En el futuro de la Iglesia en el tercer milenio no dejarán de darse ciertamente
nuevas y admirables manifestaciones del « genio femenino
».
12.
Vosotras veis, pues, queridas hermanas, cuántos motivos tiene la Iglesia
para desear que, en la próxima Conferencia, promovida por las Naciones Unidas en
Pekín, se clarifique la plena verdad sobre la mujer. Que se dé verdaderamente su
debido relieve al « genio de la mujer », teniendo en cuenta no sólo a las
mujeres importantes y famosas del pasado o las contemporáneas, sino también a
las sencillas, que expresan su talento femenino en el servicio de los demás en
lo ordinario de cada día. En
efecto, es dándose a los otros en la vida diaria como la mujer descubre la
vocación profunda de su vida; ella que quizá más aún que el hombre ve al hombre,
porque lo ve con el corazón. Lo ve independientemente de los diversos sistemas
ideológicos y políticos. Lo ve en su grandeza y en sus límites, y trata de
acercarse a él y serle de ayuda. De este modo, se realiza en la historia de la
humanidad el plan fundamental del Creador e incesantemente viene a la luz, en la
variedad de vocaciones, la belleza —no solamente física, sino sobre todo
espiritual— con que Dios ha dotado desde el principio a la criatura humana y
especialmente a la mujer.
Mientras
confío al Señor en la oración el buen resultado de la importante reunión de
Pekín, invito a las comunidades eclesiales a hacer del presente año una ocasión
para una sentida acción de gracias al Creador y al Redentor del mundo
precisamente por el don de un bien tan grande como es el de la femineidad: ésta,
en sus múltiples expresiones, pertenece al patrimonio constitutivo de la
humanidad y de la misma Iglesia.
Que
María, Reina del amor, vele sobre las mujeres y sobre su misión al servicio de
la humanidad, de la paz y de la extensión del Reino de
Dios.
Con mi
Bendición.
Vaticano,
29 de junio, solemnidad de los santos Pedro y Pablo, del año
1995.